martes, 17 de mayo de 2016

El día que la Luz se apagó

Un día me desperté y fui a buscarte y ya no estabas. Cómo iba a hacer para vivir sabiendo que incluso después de tanto tiempo de haberte ido me seguías haciendo escribir, cuando ya nada mas lo hacía.
Te busqué en todas las canciones que me hacían encontrarte. Escuché tu música que no me gustaba y tuve la horrorosa sensación de presión en el pecho que me hizo saber que ya no estabas más ahí.
Me creció el pelo y te fui a buscar a ese lugar que tuvimos nuestra última salida, con la estúpida idea de que podía cruzarte aunque ambos vivíamos demasiado lejos uno del otro y de ese lugar.
La música que eras ya no formaba parte de vos, ahora era mía, y quería entender como era que te habías ido de ahí.
Caminé escuchando los Maytals y con la cabeza gacha, porque ya no me acordaba tu voz, ya no sabía cuándo había sido la última vez que me habías llamado “mujer” y que habías iniciado una conversación diciéndome que eras de Mar del Plata.
El profesor Miel, demasiado dulce. El profesor Luz, demasiado bueno para una loquita. Una perra ovejero y un gato mestizo no pueden congeniar bien. ¿Por qué? ¿Quién dice eso?
Extrañaba tener ese cráter que me habías dejado en la existencia ahora lleno de ausencia.
Eras el recuerdo que me cerraba la garganta, el recuerdo que no se toca. Un eterno intento.
Siempre el mismo beso en la lluvia torrencial de febrero. La emoción de las charlas al medio día y después de correr en la plaza.
Eras el jazz y las lucecitas. Eras mi jazz y todas las lucecitas, todas, todas las lucesitas, eras todas, y eras la polilla de origami que me hiciste con el panfleto de Bad Religion.
Nunca supe si llegaste a saberlo, porque sencillamente me dejaste con el regalo en la mano, el regalo que vos querías y que nunca tuviste porque ya no estabas mas, y ahora te vas hasta de mi tristeza.

Solo puedo hablar de vos como si fueras un cuento, alguien que nunca conocí y que ya no existe.