miércoles, 27 de julio de 2016

Yoga en un día de mierda

Ayer, después de decidir que iba a ser un pésimo día, tomé la clase de yoga. Me encontré no pudiendo obviar los detalles que acompañan la asistencia a la práctica, sin la capacidad de odiarlos. Gente de la que emana fragancias poco felices, las caras de pena que expresan cuando charlan con vos, como si fueses un paciente mental que solo dejan salir para ir a realizar la única actividad que les aquieta la psiquis. Lo cual es cierto, en parte.

Falsa humildad, falsa cortesía, falsa generosidad. Todo falso, creo que definitivamente odio ese lugar, y todo lo que hay dentro. Con “lo que hay dentro” quiero decir, todo lo que tiene algún tipo de sentimiento de pertenencia a ese lugar. Personas, claro. -Por las dudas de que estuvieras pensando en que ibas a sacar una conclusión súper profunda, no, me refería a personas, era obvio.- Lo odio con la misma fuerza que odiaba ir al colegio, y todavía lo odio, ¡eh!

Como sea, fingieron preocupación porque había estado faltando y traía una expresión en mi rostro de “la vida me golpea, ¿qué mas dá?” y con la misma falsa preocupación, un compañero me dijo que quería charlar conmigo. Con evidente falsa modestia porque, lo único que no es falso, en ese lugar, es la ambición que tienen por saber qué es lo que realmente haces con tu vida para que, cuando les des ese tesoro que ansían desesperadamente, se lo tiren entre ellos como los monos cuando se enojan y se tiran sus cacas en la cara. Locos de contentos, “¡yo sabía!”, van a pensar, “¡que era esto, y era lo otro!” Y, “¡mira lo que hace con su vida!, ¡mira lo que hace con sus relaciones!”. Tanto escándalo porque no tengo una familia que me brinda la comodidad y el lujo de permitirme sentir una falsa insatisfacción permanente en la vida, ni soy una adicta que necesita recuperarse. Bueno, al menos no de drogas sinteticas, aunque todos amemos el clonazepam.

Más tarde, ese mismo compañero, me sigue expresando su falso voluntariado de generosidad por contenerme en el momento que ellos imaginaron “terrible” porque, bueno, su obsesión por saber que aqueja a esa fulana misteriosa con el pelo de colores, lo puede mas. Son obsesiones que, literalmente, les quitan el sueño.
“Que tierno!” pensé divertida cuando llegué a casa, en un vahído de vino y otras yerbas. Me generaba tantas sensaciones de rechazo que me hacía gracia.
Fingir tanta preocupación por un extraño y, aún con más fingida buena voluntad de la necesaria. Qué mundo hijo de puta. ¿En serio, chabón? ¿De verdad pensas que soy TAN miserable? Porque de verdad, lo soy, pero eso no te concierne. ¿Qué le importa la vida de un perseguidor de insatisfacciones a un pseudo hippie?
Bueno, voy a dejar de hacer preguntas que se responden solas o que respondí más arriba.
Bajé la guardia un segundo y no tardó el efecto adverso. Pobre, pensé, en realidad no es malo. En su ignorancia, él piensa que está haciendo una buena acción, que lo va a redimir de los pecados, que lo va a poder acercar a la persona que lo cautivo desde el primer día (según sus palabras y los dichos de otros, lo cual hace que sea bastante incomprobable, pero habiendo observado su conducta no me extraña). Bueno, no se sorprendan, cuando uno anda así de desilucionado por la vida tiende a ser bastante mala persona, así que si, pensé eso.

Después de que me robaran en la peluquería por hacerme algo que todavía estoy buscando qué fue porque, a ciencia cierta, no estoy segura, me compré milanesas de carne y un vino. Hace meses que no compro carne, y no puedo tomar alcohol. La reflexión automatica de mi cerebro fue, “¿no tenes ganas de aventarte al primer colectivo que cruce el semáforo?” *léase con voz de drama* Me reí.

Esta mañana, después de reírme un rato largo de mi misma, mientras escuchaba “I’m Glad to be Unhappy”, una compañera me dice, “Estás contenta. Vas al cine hoy, ¿no?” Me reí un rato más. Si, ¿por qué no?

martes, 26 de julio de 2016

El cariño del Mate

Un día mas en el que veo mi vida pasar en el sello fechador de la oficina. El “click- click” automático y el sonido seco de la cafetera contribuye, probablemente, al incipiente mal humor que me genera pensar que estamos a 26 de julio con un frío y una humedad que, no solo te hiela los huesos sino que te deja el pelo como una escoba y, si estuviese preocupada por taparme un poco más con la frazada el pedacito de frente que me queda sintiendo la gelidez de la lluvia que se filtra por la ventana, claramente la historia sería otra; sin embargo estoy acá, escribiendo números en un papel que no le importa a nadie, con todo el pelo en la cara, viendo mechones rosa que me tapan los ojos. No sé si pienso que todavía tengo tiempo para jugar a ser Kurt Cobain o si soy una pelotuda con cuarenta y tres primaveras, como dice mi compañero. Que estúpida, ambas significan lo mismo, de cualquier manera, me sigo viendo a mi misma como un adolescente, aunque cuando los cruzo sé que no lo soy. ¿O sí? Me mata pensar en que ya tengo una edad en la que el comentario “¿sabes quién está embarazada?” no es escandaloso. Mi vieja a mi edad iba por el segundo. En fin, mi gato tiene 4 años, esta gordito y feliz.
Mientras dejo a mi mente carretear por el vasto y profundo terreno de mis pensamientos, escucho a mi compañero quejarse de la mina esa, la que viene a buscar las cosas de, sí, ya sé quién es, es gorda y morocha, como la que trabajaba antes en el piso de arriba, se ve que esa combinación de cuestiones fisionómicas lo fastidia porque el comentario es el mismo que solía escuchar cuando venía esa otra.
“Me paso la cero, primero, después me afeito”, dice el pibe nuevo. Como mi viejo, pensé, pero papá es alopécico, claro. No tengo recuerdos de él con pelo en toda la cabeza. Como sea, me prepara el mate y me lo trae al escritorio, no puedo evitar pensar cuán sacrílego es mandar a otro a preparar el mate; así ceba cualquiera, debería ser un ritual tan sagrado como placentero. Soy una blasfema del mate.
Ayer intenté hacerle notar a mi amigo Jeremy que no tenía que hervir el agua y llenar el mate hasta el tope; lo cebaba de una manera tan irreflexiva que me dañaba. El mate es compañía, es cariño, y yo no sé pedir cariño, así que por favor respeta las etiquetas, me daban ganas de decirle, mientras el olor ácido y pesado compuesto por el chivo, el  encierro y la calefacción me irritaba las fosas nasales, pero podía esperar un momento a habituarme, después de todo es australiano, que se yo, bah, qué sabe él del mate,¿no?
No puedo evitar pensar, viendo como el viento barre en oleadas la lluvia finita que cae, en las ganas que tengo de sentarme a tomar un café en algún bar de mierda pero con buena calefacción y leer hasta que me duela la cabeza y escribir un rato hasta tener un relato corto, como este, que me llene lo suficiente como para palmearme el hombro y nada más. Ya no soy tan ambiciosa con estas cosas. Hace tiempo me abandoné a la rutina chata y superficial de ser un empleado que trabaja en una oficina de microcentro, pero evidentemente el instinto está, latente, impulsivo.
Los impulsos más frecuentes del último tiempo, café y cigarrillo. Ambas prohibidas para mis intestinos, pero si había algo que podía cualquier impulso era el mate. Mi abuela puede tomar quince termos de mate. Al hilo, no es joda. Ella se pone a calentar la pava con la misma parsimonia con la que se depila las cejas en el baño y deja que esta se hierva, para vaciarla y otra vez poner a calentar la misma pava. Después se prepara el equipo y se dispone en la mesa de la cocina con su revista de auto definidos. Esa imagen es eterna en mi cabeza, no se sabe cuándo empezó, pero no va a terminar. Siempre es cálida. Siempre es una lluvia fina y húmeda, como la de hoy, con la estufa al máximo y esos mates calientes, dulces, y cargados de un cariño demencial, pero en el fondo inocente. Es hora de que la perdone y vaya a visitarla, un poco la extraño, y ya pasó un año desde que me fui de su casa. Además, tengo ganas de perderme en los detalles de las historias familiares que a nadie le importan; es embriagadora la pasión con la que los relata, sintiendo cada palabra de ese culebrón que la entretiene por un rato pero la deja ir a dormir tranquila. Eso es lo que necesito, sumirme en cuentos que no sean los míos, que me dejen despertarme pensando en qué ponerme y acostarme adorando esa frazada gigante que me pesa sobre la cabeza, a ver si la incertidumbre de saber como termina esto se acaba antes de volver a escuchar el “click-click” del sello de mañana.