martes, 26 de julio de 2016

El cariño del Mate

Un día mas en el que veo mi vida pasar en el sello fechador de la oficina. El “click- click” automático y el sonido seco de la cafetera contribuye, probablemente, al incipiente mal humor que me genera pensar que estamos a 26 de julio con un frío y una humedad que, no solo te hiela los huesos sino que te deja el pelo como una escoba y, si estuviese preocupada por taparme un poco más con la frazada el pedacito de frente que me queda sintiendo la gelidez de la lluvia que se filtra por la ventana, claramente la historia sería otra; sin embargo estoy acá, escribiendo números en un papel que no le importa a nadie, con todo el pelo en la cara, viendo mechones rosa que me tapan los ojos. No sé si pienso que todavía tengo tiempo para jugar a ser Kurt Cobain o si soy una pelotuda con cuarenta y tres primaveras, como dice mi compañero. Que estúpida, ambas significan lo mismo, de cualquier manera, me sigo viendo a mi misma como un adolescente, aunque cuando los cruzo sé que no lo soy. ¿O sí? Me mata pensar en que ya tengo una edad en la que el comentario “¿sabes quién está embarazada?” no es escandaloso. Mi vieja a mi edad iba por el segundo. En fin, mi gato tiene 4 años, esta gordito y feliz.
Mientras dejo a mi mente carretear por el vasto y profundo terreno de mis pensamientos, escucho a mi compañero quejarse de la mina esa, la que viene a buscar las cosas de, sí, ya sé quién es, es gorda y morocha, como la que trabajaba antes en el piso de arriba, se ve que esa combinación de cuestiones fisionómicas lo fastidia porque el comentario es el mismo que solía escuchar cuando venía esa otra.
“Me paso la cero, primero, después me afeito”, dice el pibe nuevo. Como mi viejo, pensé, pero papá es alopécico, claro. No tengo recuerdos de él con pelo en toda la cabeza. Como sea, me prepara el mate y me lo trae al escritorio, no puedo evitar pensar cuán sacrílego es mandar a otro a preparar el mate; así ceba cualquiera, debería ser un ritual tan sagrado como placentero. Soy una blasfema del mate.
Ayer intenté hacerle notar a mi amigo Jeremy que no tenía que hervir el agua y llenar el mate hasta el tope; lo cebaba de una manera tan irreflexiva que me dañaba. El mate es compañía, es cariño, y yo no sé pedir cariño, así que por favor respeta las etiquetas, me daban ganas de decirle, mientras el olor ácido y pesado compuesto por el chivo, el  encierro y la calefacción me irritaba las fosas nasales, pero podía esperar un momento a habituarme, después de todo es australiano, que se yo, bah, qué sabe él del mate,¿no?
No puedo evitar pensar, viendo como el viento barre en oleadas la lluvia finita que cae, en las ganas que tengo de sentarme a tomar un café en algún bar de mierda pero con buena calefacción y leer hasta que me duela la cabeza y escribir un rato hasta tener un relato corto, como este, que me llene lo suficiente como para palmearme el hombro y nada más. Ya no soy tan ambiciosa con estas cosas. Hace tiempo me abandoné a la rutina chata y superficial de ser un empleado que trabaja en una oficina de microcentro, pero evidentemente el instinto está, latente, impulsivo.
Los impulsos más frecuentes del último tiempo, café y cigarrillo. Ambas prohibidas para mis intestinos, pero si había algo que podía cualquier impulso era el mate. Mi abuela puede tomar quince termos de mate. Al hilo, no es joda. Ella se pone a calentar la pava con la misma parsimonia con la que se depila las cejas en el baño y deja que esta se hierva, para vaciarla y otra vez poner a calentar la misma pava. Después se prepara el equipo y se dispone en la mesa de la cocina con su revista de auto definidos. Esa imagen es eterna en mi cabeza, no se sabe cuándo empezó, pero no va a terminar. Siempre es cálida. Siempre es una lluvia fina y húmeda, como la de hoy, con la estufa al máximo y esos mates calientes, dulces, y cargados de un cariño demencial, pero en el fondo inocente. Es hora de que la perdone y vaya a visitarla, un poco la extraño, y ya pasó un año desde que me fui de su casa. Además, tengo ganas de perderme en los detalles de las historias familiares que a nadie le importan; es embriagadora la pasión con la que los relata, sintiendo cada palabra de ese culebrón que la entretiene por un rato pero la deja ir a dormir tranquila. Eso es lo que necesito, sumirme en cuentos que no sean los míos, que me dejen despertarme pensando en qué ponerme y acostarme adorando esa frazada gigante que me pesa sobre la cabeza, a ver si la incertidumbre de saber como termina esto se acaba antes de volver a escuchar el “click-click” del sello de mañana.

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