miércoles, 18 de agosto de 2021

Helado de Telgopor



Cuando llegamos a cierto momento de la vida no nos podemos enamorar más. Es como si te dieran una cuponera con una cantidad de enamoraciones y una vez que se terminaron tenes que convivir con eso. No te enamoras más.

Así fui por la vida, yendo a heladerías que prometen un helado precioso en la foto, pero que en el centro tiene telgopor; y cuando llegaba chupar el telgopor todo se ponía gris, aburrido, dejaba de escuchar con claridad y sólo sentía sonidos sin palabras, gordos y distorsionados.

Sólo sonreía si se reían, y fingia prestar atención, mientras comenzaba un operativo adentro mío para buscar urgente una manera de abrazarme el alma tan fuerte como para evitar volver a sentir ese telgopor que me hacía interferencia en la cabeza y me llegaba a poner de mal humor más de una vez. Más de una vez me hizo llorar también, pero como me confundía, lloraba por los motivos equivocados.

La verdad, lloraba porque no me podía enamorar más, porque en realidad no quería que se enamoraran de mí, pero sí podía distinguir con claridad que ese telgopor también ansiaba sentir que estaba en la tierra de las oportunidades, y que si esperaba lo suficiente le iban a dar el chocolate más rico de la historia. O la gomita más ácida y dulce. O un merengue con mermelada. O una sopa inglesa.

Y, conforme pasaban los días, desistía de los intentos masoquistas de ser el budín de pan que le gustaba al telgopor. Me disculpaba conmigo misma, compraba algunas golosinas para sacar el mal gusto, de haberme prostituido fingiendo ser un budín de pan con pasas de uva y caramelo quemado. Así concluí en que ya no soy una nena, que “enamorarse” está sobrevalorado. No puedo fingir ser budín de pan si me siento Sopa Inglesa.

“No quiero dejar que sigas chupando telgopor y quedándote sorda, ¿sabes? no hace falta”. ¿Qué pasa con el telgopor? Que actitud horrible, por cierto, asumir telgoporidades ajenas, porque todos somos un poco telgopor a veces, sobre todo cuando nos hacemos los budines de pan.

Quizás la próxima vez no tenga que llegar hasta el telgopor... quizás debería intentar no ser un telgopor. Me voy a invitar a salir. Esta vez quiero ser mi helado favorito.

Mi helado favorito no sabe a telgopor, no sabe a nada fuera de lo común, sabe a lo que me gusta a mi, y cuando lo estoy comiendo no me importa que otros sientan el placer de mis papilas gustativas, porque es solo mío, es un placer para mi. Quiero ser mi helado favorito, y no quiero mas cupones. Qué felicidad, qué cómodo, que perfecto. Qué perfecto es salir de jogging, despeinada, sin depilarme, sin bañarme, sin juzgarme, millonaria, absoluta, yendo a buscar ese helado que me merezco, que quiero, que ya estoy saboreando.

Hay juventud enamorada, costumbristas, los cupones vuelan por el aire en la heladería. Mientras me voy acercando al mostrador, con las manos en los bolsillos, el rodete derritiéndose en mi cabeza, y las medias encima del pantalón, veo telgopores sarpados de parafernalia, y no me siento telgopor. Soy una sopa inglesa que se va a comer un helado.

Con el helado en la mano, me siento a saborear la victoria, vestida de gris, simulando un telgopor por fuera, sintiendo el sabor de ese triunfo que tiene mil colores. Sambayón en un cucurucho, nada más, nada menos. Sin culpa.

El banco perdió el equilibrio de golpe. Mis cincuenta kilos de lástima quedaron en el aire, como en un sube y baja. Miré para abajo con recelo.

Atravesó la heladería pisando los cupones sin mirar, concentrado en lo suyo, y se sentó a mi lado, a comer su helado. Me cayó bien.

Me dejé deslizar hasta pegarme a su lado, él levantó el brazo y me abrazó. Comimos nuestro helado en paz. Nada era especial, nos vimos sin mirarnos.




Enamorarse no está sobrevalorado, es un privilegio para los valientes.

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